La escena de este fin de semana en Madrid de una «caravana» de coches en la manifestación de Vox era, para mí, claramente, un déjà vu de la «carreata» bolsonarista, en la Avenida Paulista de São Paulo, de hace un mes. En ambas se impedía el paso de ambulancias. Esa es la escala de valores compartidos por la internacional del odio. Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente, tuvo un encuentro a final de febrero, en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) en Estados Unidos, con Santiago Abascal, intercambiando elogios en redes sociales. Dentro de ese mundo, tanto el brasileño como el español pertenecen a una internacional evangélica, que ha declarado la guerra al Papa Francisco, bajo el liderazgo de Steve Bannon (The Movement), algo que va en contra de las bases culturales de España y Brasil. Esto no está siendo comprendido en España, como tampoco se entiende que las tecnologías binarias de comunicación favorecen la ruptura de las reglas del debate político (disonancia cognitiva), primando el odio ad hominem, la deshonestidad argumental y la banalización de los hechos. Para los odiadores profesionales, cuando la realidad no coincide con el deseo, este tiene prioridad como verdad subjetiva.
Brasil es doble epicentro de la tormenta perfecta de la necropolítica. Es epicentro de la una disonancia cognitiva fomentada descaradamente por la extrema derecha y, al mismo tiempo, epicentro actual de la pandemia con 22.214 muertos y una media diaria que llega al millar, y sin señales del pico a la vista. No sé trata de un Gobierno que haya reaccionado tarde, sino que ha saboteado el confinamiento. Además, ha impulsado una política de confusión, anunciando la medicina milagrosa de la hidroxicloroquina, contestada por un reciente macroestudio científico. Este medicamento, que puede ser útil para la malaria en jóvenes, es letal para el grupo vulnerable de la covid-19: los mayores.
Por orden del Tribunal Supremo de Brasil, acaba de hacerse público el video del Consejo de Ministros donde Bolsonaro anuncia que va a intervenir la policía judicial para proteger a sus hijos y menciona que tiene un servicio de información particular (que probablemente sea paramilitar). Una prueba que el exjuez y exministro Sérgio Moro va a utilizar en el proceso abierto en el Tribunal Supremo. En dicho Consejo de Ministros, Bolsonaro, enfant terrible en versión cuñadísima, habla con una determinada «longitud» de onda, que indigna al establishment y a la oposición, pero llega a sectores populares (no todos) y diciplina a sus ministros. Su crítica a lo políticamente correcto se invierte: convirtiendo la mala educación en una virtud. El lenguaje barriobajero está al nivel de «sujétame el cubata», lleno de palabrotas, victimismo, insultos, incluso contra países como China y Paraguay, y conspiraciones contra gobernadores.
En dicho video, el ministro de Economía, Guedes, un veterano Chicago Boy con prácticas en el Chile pinochetista, comenta la necesidad de utilizar la pandemia para avanzar en la agenda neoliberal. El ministro del Medio Ambiente, Salles, también pide aprovechar el ruido mediático para acabar con la legislación medioambiental que protege la Amazonia. Augusto Heleno, ministro de Seguridad Institucional, que formó parte del ala de extrema derecha de la dictadura militar que quería endurecerla, ha amenazado ahora al Tribunal Supremo de «consecuencias imprevisibles» si piden a Bolsonaro que entregue su móvil. El ministro de Educación, Weintraub, durante el Consejo de Ministros, ha deseado encarcelar a los miembros del Tribunal Supremo. Algo que Bolsonaro y sus hijos han verbalizado en repetidas ocasiones.
Cada ministro tiene la misión de destruir su ministerio. Están elegidos porque son villanos declarados para los profesionales del área. Este Gobierno brasileño ha conseguido instalarse en una inversión de valores que le inmuniza de cualquier presión democrática. Las críticas son recibidas como elogios.
Se ha llegado al punto de que el fascismo de raíz católica-conservadora del vicepresidente General Mourão, más de corte estatalista (también en el monopolio de la violencia), sea mejor que el caos ofrecido por el anarcocapitalismo-evangélico de Bolsonaro -que en nombre de la libertad- pregona el reparto de armas entre la población (en especial, sus paramilitares). Insistimos: la política escatológico-populista, una especie de feudalismo paramilitar digital, ha hecho bueno al fascismo tradicional de ordeno y mando, que, en este caso (el de Mourão), por ser un militar de carrera y por las declaraciones que hizo al inicio del mandato, es más proclive a una pacificación del país y un pragmatismo.
Por otro lado, la responsabilidad que está asumiendo el Ejército de Brasil (ampliable a la Policía Militar), en el proceso político, es cada vez mayor. De tutor del proceso de exclusión de Lula de las elecciones, el Ejército ha pasado a ser el partido político bolsonarista, tras la ruptura del presidente con su partido PSL. El Ejército es quien le ofrece cuadros administrativos y Bolsonaro corresponde. El presidente fue sindicalista-corporativo en los años ochenta dentro del Ejército, hasta el punto de tener planes terroristas, que lo llevaron a la reserva tras un pacto para evitar su expulsión. Se trata del Ejercito de Tierra, no de la marina y de la fuerza aérea que siempre han tenido un perfil más democrático.
Fernando Henrique Cardoso ha avisado del peligro de que los militares acaben apegándose al poder. Son ya 3.000 militares en cargos civiles. Un Gobierno mucho más militarizado que el de la dictadura militar. Y aunque formalmente no actúen como partido «fardado», la dinámica de conservación del poder por suma de intereses individuales acaba contaminando la neutralidad del Ejercito en el proceso político. Una cúpula del Ejercito, además, que ya fue fustigada y disciplinada por el gurú tramposo del bolsonarismo, Olavo de Carvalho.
El Tribunal Supremo (que también es Tribunal Constitucional) jugó durante un tiempo a surfear la ola populista-punitivista por cierto miedo, pero después esa ola se giró contra ellos, y tuvo que enfrentarse a la misma (como representó la puesta en libertad de Lula y los límites que está poniendo a Bolsonaro). La caída de Sérgio Moro fue bien recibida por el Tribunal Supremo y el Partido de los Trabajadores.
Brasil tiene una tradición jurídica bastante poderosa. El juez decano, del Tribunal Supremo, Celso de Mello, que le quedan pocos meses para jubilarse, quiere dejar una buena biografía ante la historia, antes de que sea substituido por un candidato «terriblemente evangélico», en palabras de Bolsonaro. Recordemos que es el presidente de la República quien elige los miembros del Tribunal Supremo una vez que se jubilan.
El «impeachment» del Presidente puede realizarse por vía express por delito común en el Tribunal Supremo o por vía de lenta con «un juicio» en el Parlamento durante unos 6 meses. El impeachment implica la sustitución de Bolsonaro por el General Mourão. Y esto solo será posible si Mourão consigue articular apoyos suficientes, una vez superada la epidemia. Las muertes adicionales a la pandemia, por puro boicot del confinamiento o por incompetencia, serán apuntadas a medio y largo plazo en la cuenta del Ejército. A corto plazo sólo se vislumbra el caos. Los brasileños, nuestros hermanos iberoamericanos, necesitan de nuestra solidaridad. Y nosotros debemos aprender del proceso político brasileño para que nunca tengamos un Bolsonaro de Vox en la Presidencia del Gobierno de España.
Pablo González Velasco es coordinador general de EL TRAPEZIO y doctorando en antropología iberoamericana por la Universidad de Salamanca.