“As duas Espanhas”: ¿Retorno al guerracivilismo ibérico?

Comparte el artículo:

Fidelino de Figueiredo (1889-1967) fue el ideólogo luso de la existencia de “as duas Espanhas”, en los años treinta. Tras su paso por España, en 1932 editó en Coimbra el libro As Duas Espanhas resultado de unas conferencias que había pronunciado en Río de Janeiro aquel mismo año. España parecía ahora haber quedado reducida en su compleja problematicidad a esa dualidad simplificadora.

Coincidía el libro de Figueiredo con un momento especialmente delicado de la historia ibérica, en el cual en España nacía un régimen progresista, el de la II República, apoyado por una esquelética clase media, que quería pasar página sobre el atormentado siglo XIX. Recordemos algunos hitos a vuelapluma de ese torturado siglo: invasión napoleónica, con las élites ilustradas apoyándola, y la clerecía y el pueblo llano en contra; restauración inquisitorial del rey deseado, que resultó ser un monstruo; intentonas revolucionarias liberales, con sus subsiguientes gobiernos efímeros y obligados exilios; guerras carlistas, cuya naturaleza profunda aún se nos escapa, tras el fanático “dios, patria y rey”; ilusiones republicanas, federales y centralistas, que finalizaron, como Galdós enunciaba, teniendo que sortear el trono de España entre varios candidatos; restauración borbónica, ensayando el régimen teatral y caciquil de los partidos turnantes; pérdida de las últimas y quizás más valoradas colonias, con la subsiguiente crisis emocional. Quizás esta última es la más significativa de la quiebra nacional, como la contempló la generación del 98: mientras William Hearst, el potentado norteamericano robaba todas las antigüedades españolas que podía para su mansión de California, sus periódicos alentaban una guerra en Cuba ganada de antemano, que llevó a muchos cientos de marineros españoles a sacrificarse en una anticuada flota en la bahía de Santiago. El pueblo menudo repetía, mientras tanto, en Madrid entre taberna y zarzuela frente a las dudas razonables del almirante Cervera de mandar sus hombres al desastre: “para eso les pagamos”. Y con el aplaudo del público fueron a la muerte segura aquellos marineritos. Podríamos añadirle un largo etcétera, cuya menudencia el lector conoce sobradamente. Basta.

En ese contexto, las primeras décadas del siglo XX conocieron la llegada de olas revolucionarias, de masas obreras y campesinas deseosas de justicia social, pero también desorientadas por la falta de líderes formados. Fácil presa del mesianismo. El movimiento reformista, krausista e institucionista, quiso a cubrir ese vacío, si bien con intelectuales y teorías bastante exangües, que no sabían nada de Hegel. Cuando Miguel Primo de Rivera da su golpe, el enésimo en la turbulenta historia contemporánea, el país se desangra en la absurda guerra del Rif, retratada con maestría por Arturo Barea y Ramón J. Sender. Alfonso XIII, implicado directamente en la toma de decisiones que llevaron al fracaso de Annual, estaba condenado a abandonar el país. Una parte de la izquierda, sostén de la República naciente, quería dejar aquel colonialismo de pacotilla, pero no se atrevieron ante los ojos vigilantes de la voraz Francia. Y de allá, de Marruecos, les vino la ruina un 18 de julio. Breve resumen de dislates, a los cuales nos debemos hoy, siendo lo que somos.

En aquel momento y a la vista de la II República, Figueiredo formula la idea de las dos Españas. Algo de esto venía ya exportado de la revolución francesa, cuando izquierda jacobina y derecha girondina se repartieron el campo de lo político, difuminándose los grises de la izquierda reaccionaria y la derecha revolucionaria, en esa díada simplificadora. La historia de los últimos 130 años avalaba la teoría de Figueiredo. Hace mucho tiempo compré su libro en una librería lisboeta, en una antigua edición, creo de las primeras, y siempre me ha acompañado esa formulación lúcida para su época. Es el mismo reto que recogió Gerald Brenan en El Laberinto español (1943). De ello ya di cuenta en otra columna en El Trapezio. Trataba de explicarse el británico el desastre de un país que había apreciado en un idílico mundo rural, de la aislada comarca granadina de las agrestes Alpujarras, en los años veinte. La explicación “antropológica” de Brenan estaba en la ausencia de conciencia colectiva de los españoles, ya que prevalecía la pequeña comunidad y sus cuitas. Él conocía la atmósfera de campanil de primera mano, tras vivir el pequeño pueblo de Yegen. Desde luego allí recibió a Virginia Woolf, que gustó de aquel paraíso alternativo a la Inglaterra de resonancias victorianas. Conocí las Alpujarras de los años setenta y ochenta, y es fácil imaginar ese aislamiento, pleno de sensaciones gratas. Las mismas que también reflejaron dos antropólogos: J.C. Spahni y Pío N. Alcalá-Zamora, entre los cincuenta y los setenta. Este último, que vivió en la pequeña localidad de Mecina, me confesó, no obstante, que al llegar a aquel remoto lugar, procedente de Oxford donde se doctoraba, hubo de pensar que no existían las clases sociales, puesto que todos los paisanos vivían una pobreza y una frugalidad que los igualaba. Pronto se dio cuenta que incluso en la pobreza había fracturas jerárquicas, quizás clientelares, que interponían fronteras muy firmes, y una mentalidad cerrada.

Muy distinta era la visión que se podía obtener en un pueblo más grande, en una verdadera ciudad, es decir en las agrociudades de la campiña de la Baja Andalucía, en el área de Córdoba, Sevilla y Cádiz. Allá se seguían reproduciendo escenas que recordaban en buena medida la Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, de Juan Díaz del Moral. Habiendo vivido por varios años, a finales del siglo pasado, en una de estas agrociudades de la campiña cordobesa, Aguilar de la Frontera, pude comprobar hasta dónde llegaba todavía la división de clases. Tenía la sensación de haber retrocedido un siglo, a la época de las hambrunas y las luchas agónicas por la tierra. En mis recuerdos resuenan las palabras que oí en un mitin comunista de ecos mesiánicos.

En resumidas cuentas, el caso actual, por el cual me acuerdo de Figueiredo y sus circunstancias, es el siguiente: mientras que la dimisión del primer ministro luso, el socialista António Costa, ejecutada de manera fulminante y limpia por el procesamiento por corrupción de su jefe de gabinete, fue un acto de salud democrática y bonhomía política, en España ni el encausamiento por sus juergas y corrupciones del socialista Tito Berni, ni el procesamiento del también socialista Koldo, vinculado a la mano derecha de Pedro Sánchez, el exministro Ábalos, ni el secuestro de la concejal socialista por el marido de otra en una localidad granadina, al más puro estilo gansteril, han inmutado al presidente del Gobierno. Hasta hace pocos días Sánchez ofreció la versión pobre de un melodrama sainetil, encerrándose en sus aposentos para que una adhesión popular espontánea, que no se produjo, lo librase a él y su entorno de toda sospecha de culpa. En lugar de haber hecho una operación “a la portuguesa” –que al final ha permitido unir más todavía a los demócratas portugueses, de izquierda y de derecha, contra la extrema derecha­–, la de Sánchez se ha convertido en un serio aviso guerracivilista, trasladando la tensión partidista a la calle. Sánchez así ha resultado ser un pobre discípulo de Gustave Lebon y su “psicología de las masas”.

De manera, pues, que la teoría de las dos Españas, para sacar réditos electorales, y tapar cada cual sus propias vergüenzas y corruptelas, vuelve a la palestra pública en el día a día. Todo ello alentado por unas alianzas internacionales equívocas que habrán de pasar factura a la península en su conjunto, y a España en particular. España hace tiempo eligió el camino del populismo, rentable mediáticamente, eliminando de paso todas las demás gamas del color político que no fuera tiros contra troyanos.

Ahora que se han cumplido los cincuenta años del 25 de abril me siento muy cercano a Portugal, como en mi juventud. Puede que sea el aplomo de la famosa saudade la que hace a Portugal, sin lugar a dudas, un país distinto. Por ahí se repite melancólicamente que siempre nos quedará Portugal. Creo que es cierto. Hace unos días, un antropólogo de Berkeley, en la bahía de San Francisco, desde donde escribo, que conoce en profundidad España desde 1969, me argumentaba que el único país que mantenía la calma y la racionalidad en la convulsa Europa era Portugal. Coincidí con él en su apreciación. Por el momento, Figueiredo ha vuelto a la actualidad desde su atayala de “as duas Espanhas”. Siempre es bueno que te miren fraternalmente desde lejos, pero también lo sería que sus apreciaciones pasasen a la historia como una época que no debiera volver.

 

José Antonio González Alcantud

Noticias Relacionadas