Del transiberismo de Saramago al iberismo energético

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Resulta algo extraño que un destacado literato, ideológicamente de la izquierda lusa, premiado con el Nobel de Literatura en 1998, fuese tan claro y contundente con el iberismo fraternal, como José Saramago. La tradición de la izquierda europea es ser nacionalista en lo interno, e internacionalista hacia otras latitudes. Donde hizo más patente Saramago sus ideas iberistas a la manera literaria, con una historia novelada, fue en A Jangada de Pedra o La balsa de piedra, publicada en 1986, en el mismo año en que España y Portugal se incorporaban al proyecto europeo. El relato geo-histórico que expone Saramago tiene que ver con la deriva natural de la península a raíz de una fractura aparecida en los Pirineos, que la separaría de la Europa continental. Es historia conocida. Saramago era muy escéptico, por no decir contrario, a la entrada en la Europa política de los países ibéricos. Seguía, como señalamos más arriba, los dictados de la izquierda desde Carlos Marx, que asociaban Europa a avaras plutocracias. Pero otros han sostenido que Saramago lo que quería era recentrar Europa dirigiendo la atención hacia el sur. Yo me inclinaría más por esta lectura. Ahí, creo, está la raíz de A Jangada de Pedra.

Su relación con una periodista granadina, Pilar del Río, con quien acabaría uniéndose en matrimonio, fue clave para conocer de primera mano el interior de la provincia de Granada, a partir de esos mismos años, mediados los ochenta. Ella era natural de un pueblo pintoresco, pequeño y muy marcado por la naturaleza circundante, llamado Castril de la Peña. Castril, de alto significado, como Lanzarote, para Saramago, posee un hermoso río, abrupto, de aguas trasparentes, que circula entre despeñaderos. Es un pueblo aislado, en la altiplanicie granadina, rodeado de tierras catalogables de estepas, al inicio de una pequeña cadena montañosa de la subbética, donde crecen pinos, almendros, plantas aromáticas y poco más. Orce, otro pueblo cercano, tiene un castillo árabe, y unos yacimientos paleontológicos, que, de haber sido correctamente explotados, competirían hoy con los Atapuerca, en lo tocante al origen del hombre europeo. Galera, otro más, alberga un poblado de la edad del cobre, en cuyas excavaciones yo mismo participé a finales de los setenta, en un tórrido e inolvidable verano. Benamaurel, el último en ser citado, posee unas fiestas de moros y cristianos con un texto notable, de diálogos cruzados entre unas y otras culturas. Es una zona en su conjunto “mágica”, inspiradora, si se quiere. No cabe extrañar que un escritor sensible la tomase como fuente de conocimiento para pensar el conjunto peninsular. De ahí colegimos, quizás de manera gratuita, que uno de los protagonistas de A Jangada, junto con los portugueses José Anaiço y Joaquim Sassa, fuese el granadino Pedro Orce.

El iberismo de Saramago, que él llamaba “transiberismo” para evitar toda sospecha asimilacionista o criptohispanista, estaba afectado por el dictado geográfico de la península ibérica. La geografía manda, como me decía el maestro de historiadores, Domínguez Ortiz. O al estilo intuido por Hipólito Taine en su historiar la literatura inglesa, según el cual el medio impondría la manera de pensar al escritor, y a todos los habitantes en general. Es el genio del lugar.

Cambiando de escenario: hace unos pocos años el Parlamento europeo, a iniciativa de su presidencia que lanzó la idea, inauguró a su costado, un museo llamado Casa de la Historia Europa. Cuando la visité, recién abierto, quedé razonablemente satisfecho de esta iniciativa, ya que incorporaba no sólo la historia oficial del movimiento europeísta, sino en la misma medida contribuciones populares, como el feminismo o la contracultura, y no ocultaba las partes siniestras de la historia continental, incluidas guerras civiles y mundiales. La única objeción, a mi juicio, residía en la escasa atención que se otorgaba a las bases culturales europeas mismas, que residen civilizatoriamente en el sur, en el área mediterránea, en concreto en las penínsulas balcánica, itálica e ibérica. Nuestra Europa sureña estaba pobremente representada. En paralelo a esta falta de reconocimiento, del sur en la vida pública, surgían debates, convertidos con frecuencia en insultos, sobre el carácter parasitario de los países sureños, que tensionaron la UE. Nunca olvidaremos la batalla griega, con su cúmulo y humillaciones a un pueblo bravo. Tras el Brexit, que liberó a la UE de la pesada carga británica, y el aumento de las tensiones mundiales, el asunto parece haber quedado escorado. Europa, como sostiene el filósofo francés Jean-Jacques Wunenburger propende a sentirse un “imperio”, en el sentido positivo, es decir una federación civilizatoria. Pero ese “imperio”, caso de existir, debe recentrarse mirando hacia el sur euro-mediterráneo, haciendo que sus instituciones sean menos deudoras de las frías y brumosas tierras del norte, y se acerquen más al sentido convivencial del ágora a cielo abierto. Para ello, se tendrán que aflojar ciertos lazos y fortalecer otros. Todo muy en consonancia con el transiberismo de Saramago.

Y ahora, sin esperarlo nadie, se ha hecho evidente el papel crucial de la península ibérica en el proyecto europeo. Su ubicación territorial, su misma excentralidad contemporánea, por el eje y peso de las naciones centro europeas y norteñas, comparada llamativamente con la centralidad que tuvo en la Edad Moderna, que le permitió proyectarse hacia todos los continentes, devuelve actualidad a la península. En la reciente cumbre europea Pedro Sánchez y António Costa han tenido que librar y escenificar al unísono una batalla, quizás obligados por las circunstancias, que han dado en llamar la “excepcionalidad energética ibérica”. La prensa refleja lo bronco del encuentro, con un pusilánime Pedro Sánchez, que había mostrado previamente sus debilidades ante el pulso que viene del Magreb, amagando con abandonar la reunión, presa de una enorme irritación. Todo ese momento es indicativo del nuevo valor que adquiere la península ibérica, ignorada por Estados Unidos en sus proyectos geo-estratégicos, en el actual y titubeante proyecto europeo. Europa, en medio de una crisis internacional aguda y una guerra abierta por el imperialismo ruso, debe obligadamente recentrarse en torno a las penínsulas mediterráneas, balcánica, italiana e ibérica. El fortalecimiento del proyecto europeo exige una mayor presencia y determinación del sur. Y en la misma medida aflojar el lazo atlántico con Estados Unidos, un socio poco fiable, compensando su pérdida con el eje iberoamericano. No hay otra salida, y Saramago lo intuyó literariamente con el transiberismo de unos personajes muy pueblerinos tramados en la Iberia profunda. Es el momento de exhibir no debilidad sino músculo.

 

José Antonio González Alcantud

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