Del alegre pueblo de Moraleja y de cómo se conocieron la abuela y Alfanhuí
Alfanhuí llegó a Moraleja. El pueblo estaba en un llano, ribera de un río. Tenía las casas color mazarrón, color naranja, color añil. Los marcos de las puertas y ventanas, las esquinas, tenían una tira de cal blanca. Algunas casas tenían azulejos de colores o de dibujos, desde el suelo hasta la altura de un hombre. Los azulejos tenían forma de rombos, puestos según la vertical. Pero en otras casas más viejas, estaban en zonas desiguales, en manchas caprichosas; aquí cuatro, allí diez, allí uno, como una enfermedad. La historia de las casas estaba escrita por las paredes en anécdotas de azulejos de colores.
Era una historia muda y jeroglífica. Cada nombre de la familia tenía allí su azulejo, ocupando un lugar, componiendo una figura. Cuando alguien muere, acaso su azulejo se caiga, se rompa en mil pedazos contra los cantos de la calle. En la pared queda el hueco reciente, áspero, chocante todavía. Luego el tiempo lo gasta, lo suaviza. Quizá venga repuesto el azulejo, quizá enjalbegado, años después. Y si alguien llegara entonces a pensar: “Es raro, cuando fulano ha muerto, este azulejo ha caído”, aquél tendría la clave del jeroglífico. Pero nadie descubre la coincidencia y la pared sigue siendo para todos algo que nada significa. Algo vacío, casual, ni misterioso siquiera. Sin embargo, el tiempo tiene allí escritas sus historias.
Estos fragmentos tienen más de siete décadas y pertenecen a una de las obras más importantes de quien fuera Premio Cervantes en 2004 y Premio Nacional de las Letras Españolas en 2009: Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio. Y hablan de Moraleja, pueblo extremeño que, cuando Sánchez Ferlosio lo convierte en escenario de Alfanhuí, todavía no había experimentado el crecimiento vegetativo que sucedería a la puesta en regadío de sus tierras.
La construcción del embalse serragatino del Borbollón o la creación de asentamientos de colonización como Vegaviana, duplicarían la población moralejana -hasta llegar a superar, incluso, los 8.000 habitantes-, en tiempos en los que Extremadura se desangraba demográficamente. El marco, por tanto, en que se inspira el escritor estrechamente vinculado a Coria, es de ruralidad, posguerra y dependencia extrema del ciclo agrario. Y trascendió a la historia de nuestra literatura más selecta.
El auge de Moraleja a partir de los años 60 se llevó por delante muchas de las estampas rurales que divisara el insigne escritor. Nuevas y “modernas” viviendas suplantarían a la arquitectura popular de llanura de este rincón extremeño próximo a la frontera portuguesa. Vino el dinamismo social y económico del último tercio del siglo XX y el pueblo se creyó ciudad. Y se puso feo. Y olvidó su historia. Muchas personas, de hecho, creen que no tiene historia. Pero tiene. Y tanto.
Se trata de una villa que nació para reemplazar el protagonismo que hasta el siglo XIII pareció tener la cercana fortaleza de Milana, a escasos 5 km. En el siglo XIV, la Orden de Alcántara decidió establecer en Moraleja la sede de una de sus encomiendas. Y empezó a crecer hasta disponer de entre 1.200 y 1.400 habitantes en el siglo XVI. El rollo-picota simboliza su rango jurisdiccional y su capacidad para impartir justicia. La Casa de la Encomienda, joya patrimonial de la localidad, espera ansiosa su rehabilitación y valorización en clave cultural.
Y llegó la guerra. El ejército portugués merodeó sus contornos en varias ocasiones en el contexto de la Restauração y se optó por levantar una muralla abaluartada, hacia 1665. Y un fuerte llamado de San Felipe. Pero de tierra. Los ingenieros militares del siglo XVIII refieren continuamente lo pantanoso e insalubre del terreno y la necesidad de reconstruir y mejorar la fortificación. No se procedió. En el siglo XIX ya no existía muralla, solo pervivían dos puertas: la de Coria y la de Cilleros o de la Rivera. Hoy solo resta el recuerdo en la calle Ronda del Foso y algunos restos de talud en la Casa de la Encomienda. Los numerosos planos que se conservan, no obstante, permiten conocer perfectamente cómo fue la villa, y acaso servir para proyectos futuros.
Pasado ya el auge vivido entre las décadas finales del siglo XX y los primeros años del XXI, Moraleja hoy está reinventándose. La primera tecla que tocó, muy acertadamente, fue la de Portugal. Desde 1996 se han venido celebrando alternativamente entre la localidad extremeña e Idanha a-Nova, una feria transfronteriza que va tejiendo todo tipo de relaciones, más allá del carácter comercial que tiene como fundamento. La segunda tecla que creemos muy bien pulsada ha sido iniciativa de un escritor: Luis Roso. El autor moralejano lleva cuatro años organizando el Festival de Literatura “Gata Negra”, conjugando extraordinariamente actividades literarias de diversa índole con la promoción de la comarca de Sierra de Gata. Ya se ha convertido en un referente ibérico.
Sánchez-Ferlosio puso, sin saberlo, los cimientos del edificio literario de Moraleja. Otras figuras literarias moralejanas, como Pureza Canelo, siguieron abonando campos como el de la poesía. Pequeñas acciones como poner el nombre de Alfanhuí a un parque municipal o colocar retratos de escritoras extremeñas ayudan a seguir impregnando el ambiente de cultura. La guinda la ha puesto, definitivamente, el creador del Inspector Trevejo.
Los ecos patrimoniales de la pertenencia a la Orden de Alcántara, así como de las relaciones conflictivas con el reino vecino, se circunscriben a la Casa de la Encomienda y a los planos que nos legaron los ingenieros sobre el sistema abaluartado. De hecho, lejos ya los tiempos de guerra que motivaron la fortificación, su valorización es fundamental para reflexionar sobre las relaciones pasadas, presentes y futuras. La Historia debe ser conocida y socializada.
La conjunción de lo portugués, lo histórico y lo literario pueden hacer de Moraleja un lugar singular. La pronta recuperación de la Casa de la Encomienda le vendrá de perlas a Gata Negra. Celebrar las veladas literarias, por ejemplo, en el sitio donde en el siglo XVI hubo un “vergel de naranjos” y hoy hay un majestuoso pino. Habilitar algunas de sus estancias para mostrar la Moraleja de antaño y proyectar la venidera. Pensarla como lugar de (re)unión ibérica.
Sánchez Ferlosio hablaba de las fachadas de las casas moralejanas de los comedios del siglo XX como mudas y jeroglíficas: anaranjadas o de añil, con tiras de cal blanca o con azulejos de color que se caían cuando su propietario fallecía. Más de siete décadas después, Steven, técnico de turismo de Moraleja, ha emprendido el proyecto “Puerta en Puerta” para que las fachadas de edificios deshabitados y olvidados no presenten aspecto degradante, sino que hablen y muestren vida. El arte urbano también está tomando impulso. ¿Se imaginan el impulso que tomará Moraleja cuando se termine la autovía hasta Portugal y la Casa de la Encomienda se convierta en centro de cultura literaria e ibérica?
Juan Rebollo Bote
Lusitaniae – Guías-Historiadores