Tristes trópicos de Brasil

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Claude Lévi-Strauss (1908-2009), el gran antropólogo de nuestro tiempo, que murió ya centenario hace escasos años, tuvo en su experiencia brasileña probablemente la época más fértil y feliz de su vida. Huyendo del escolasticismo filosófico, llegó a Brasil en 1935, retornando a Francia en 1939. Deseaba tener una experiencia rousseauniana, ergo primitiva, en un lugar remoto de la selva amazónica, y escogió para ello al gran país lusófono de América.

La llamada de la selva tropical se instaló en su febril mente. De esta manera se dirigió al encuentro de los caduveo, bororo, nambikwara y tupí, en lo más alejado de la foresta brasileña. Con ellos permaneció una larga temporada. De resultas de aquella experiencia surgieron años después, entre los cuarenta y los sesenta, varias de sus obras antropológicas, en especial los estudios del parentesco y los análisis de los mitos. Una experiencia fundadora de la antropología estructural, que revolucionaría el campo mundial de las ciencias del hombre. A lo que hay que añadir, un libro de viajes, que a él se le antojaba el último del género: Tristes Tropiques. Publicado en 1955, en su ancianidad, cuarenta años después, fue completado con otro, más liviano, de fotografía, titulado Saudades do Brasil. El hilo conductor entre uno y otro es el mismo: los trópicos.

Cuenta Lévi-Strauss que cuando llegó a Brasil la vida académica de este país estaba dominada por el comtismo -los seguidores positivistas de Auguste Comte- que habían inscrito en la bandera nacional incluso el lema “Ordem e progresso”. La influencia universitaria francesa en Brasil era muy grande; incluso el padre del mediterraneísmo, Fernand Braudel andaba por allá. Con gran excitación aventurerística, el futuro maestro del estructuralismo antropológico llega a São Paulo, y a Río de Janeiro. Lévi-Strauss, no anhelaba en esos momentos teorías sino acción, al modo de los antropólogos anglosajones. Declaró años después que se encontraba en un “estado de excitación intelectual intenso”, ya que “sentía revivir en mí las aventuras de los primeros viajeros del siglo XVI”. Pronto, los académicos brasileños y franceses comprendieron que este joven lleno de vitalidad, no se debía tanto de Comte como a las teorías de Emile Durkheim, y quisieron pasaportarle de vuelta a Europa.

Nos debieran importar, en una plataforma partidaria de los íber-tropicalismos, aquellos capítulos de Tristes Trópicos, en los que narra Lévi-Strauss con detalle el encuentro con São Paulo y Río de Janeiro. Más que los más divulgados, e incluso más trascendentes, dedicados a los pueblos amazónicos.

Antes de penetrar en los arcanos de las selvas, sus primeras impresiones de São Paulo le confirmaban que América ha pasado de la barbarie a la decadencia, como se pensaba entonces, sin haber transitado por el estado de civilización. “Para las ciudades europeas, el paso de los siglos constituye una promoción; para las americanas, el de los años es una decadencia”, aseverará. Para añadir: “No son ciudades nuevas en contraste con ciudades antiguas, sino ciudades con un ciclo de evolución muy corto comparadas con otras de ciclo lento. Ciertas ciudades de Europa se adormecen en la muerte: las del Nuevo Mundo viven febrilmente en una enfermedad crónica; son perpetuamente jóvenes y sin embargo nunca sanas”. Cuenta a este tenor que en São Paulo se construía un barrio cada semana, y que la ciudad se multiplicaba con toda rapidez. También depara en los edificios, que imitando la ornamentación belle epoque de Europa, estaban hechos de malas facturas, pues los materiales eran perecederos. A Lévi-Strauss le impacta el rápido envejecimiento de todo en los trópicos, y no tanto la ruina, que no existe en tanto concepto arqueológico, excepto para un puñado de exóticos japoneses habitantes de barrios periféricos, que se empeñaban en buscar lo inexistente.

El joven profesor Lévi-Strauss se extiende en reflexiones que siempre tienen muy presente la incomprensión gala de la cultura local, ya que al ser la francesa la cultura externa más influyente en Brasil, pretenciosamente se suponía debía establecer el canon de lo brasileño, sin más. Equipara el dispositivo de sus connaturales a un “corredor de comercio intelectual”. Con ello evidencia lo que se esperaba de él, en tanto “corredor de comercio”.

Siendo un observador nato, para él, “la élite paulista, así como sus orquídeas favoritas, formaban una flora indolente y más exótica de lo que ella misma creía”. Esta, en consecuencia, habitaba en un lugar cuanto menos extraño, cuyas rarezas había que penetrar. Y así comenzó sus etnografías, no tanto en el interior selvático, al que luego arribaría, sobre todo con la expedición al encuentro de los nambikwara, como en los alrededores de São Paulo, donde siempre primaba la extrañeza surreal: “En São Paulo, los domingos podían dedicarse a la etnografía. No ciertamente entre los indios de los suburbios, sobre los cuales me habían prometido el oro y el moro; en los suburbios vivían sirios o italianos, y la curiosidad etnográfica más cercana, quedaba a unos quince kilómetros, consistía en una aldea primitiva cuya población harapienta traicionaba un cercano origen germánico con su cabello rubio y sus ojos azules”. Luego estaban los japoneses, y por supuesto los negros, en sus diferentes gradientes de color. Añade para completar el cuadro: “En los alrededores de São Paulo se podía, finalmente, observar y recoger un rústico folklore: fiestas de mayo en que las aldeas se adornaban con verdes palmas, luchas conmemorativas fieles a la tradición portuguesa entre Mouros y cristãos”, etc., etc. Añade, que “aquí era el presente fluido quien parecía reconstituir etapas muy antiguas de la civilización europea”.

Recuerdo haber leído Tristes Trópicos recién terminada la carrera de Arqueología y mientras estudiaba la de Historia del Arte, bajo el influjo de la ausencia de ánimo -por no llamarle depresión- que sufríamos los jóvenes en la Transición democrática española, que agostaba muchos sueños de una libertad cuya totalidad esperábamos infundadamente. Lo hice en una edición argentina, en mal papel, y cuando terminé de leerlo, escribí torpemente en la última página la palabra “sublime”. Porque en Tristes Trópicos, lo inevitable, lo surreal -Lévi-Strauss había tenido amistad con André Bretón en el exilio neoyorkino-, es la melancolía misma, aquella que padecíamos.

Años después, Lévi-Strauss se permite la licencia de la nostalgia en Saudades do Brasil. La pérdida irreversible de su juventud, la melancolía, se enfrenta ahora a lo añorado en la senectud, sea la nostalgia. Esta es el sentimiento de volver a habitar momentáneamente un pasado que nos parece desde ahora, en nuestra propia decadencia, una edad de oro evanescente. Y lo hizo a través de un libro no tan fabuloso como Tristes Trópicos, pero sí muy llamativo por la veleidad que se permitía el antropólogo de las estructuras, y en cierta forma del anti-humanismo, que ahora sin asomo de pudor asociaba saudades a Brasil. Este volumen, de 1994, no era otra cosa que un viejo álbum de fotos, no siempre buenas, de las ciudades brasileñas que recorrió en su juventud.

La enseñanza que retengo. Visité en vida del maestro su laboratorio en el Collège de France, en París. Ese día no estaba, me lo querían presentar. No quise volver, había ya demasiado culto en torno suyo. Mejor no conocer al héroe, me dije. De otro lado, cuando visito la casa de Augusto Comte en París la impresión es doble: de un lado el conserje me pregunta si soy brasileño, porque aquella es la catedral de la iglesia positivista aún extendida en Brasil; y segundo el mismo sujeto me enseña el lugar donde el sociólogo positivista sufría sus padecimientos cerebrales.

Todo me lleva a pensar que Lévi-Strauss ante la prueba de Brasil tuvo la tentación del humanismo, con reflexiones que aún hoy día nos afectan hondamente al consultar Tristes Trópicos, libro-testimonio de lo ineluctable. Algo así como lo que les ocurría a los marineros de la goleta Banbury, en la narración Bakakai del polaco trasplantado a Argentina, Witold Gombrowicz, que, al pasar por los Trópicos, a pesar de la tediosa miasma en que vivían, cuando sentían la llamada del mar, abandonaban todo, hasta las artes amatorias, para acudir a zambullirse en el loco viaje. Triunfo de la tropicalidad.

 

José Antonio González Alcantud

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