Atlantiberia: rumbo al CANZUK iberófono

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«Despierta ligero, velero dorado,

                                 en puerto extranjero, no tarde anclado,

                                 en vanas nostalgias y sueños sin fin.

                                 Sepa que el futuro es hermano del pasado,

                                 que el mar hace del timón sublime arado,

                                 y la sal es semilla en el sur de donde vengo.»

                                                             Erivaldo Potiguar

 

Eran dos semanas para resolver un sinfín de temas relacionados con el Gobierno. Asuntos varios, como créditos casi vencidos y un coche esperando a su comprador. Mientras pensaba en cómo solucionar esos trabajos semi hercúleos en tan exiguo intervalo, me senté bajo la sombra de una licania (árbol brasileño) en la plaza de Vila Nova. No pasaron ni diez minutos, cuando alguien me agarró del hombro.

«¡Señor Hugh Douglas!; ¡qué agradable sorpresa!». Un antiguo cliente, a quien había ayudado en un proceso de usucapión, acababa de sacudirme de mi letargo. Nos dimos la mano, y aquel venerable señor mostró una sonrisa. Un hombre a quien las tormentas del tiempo habían abierto media docena de ventanas.

Y la conversación se encaminó, desde entonces, a las noticias recientes sobre el «Brexit». El señor Hugh es un galés de 82 años, residente en Goiania desde hace tres décadas, y en cada encuentro me regala una charla sobre la historia y la cultura de su tierra natal.

Gracias a este buen amigo, me he enterado de una de las estrategias británicas para revertir el daño causado por su divorcio con Europa. En ese momento, me di cuenta de que la gente de esas islas no da putada sin hilo, y que a menudo retrocede media yarda para avanzar dos millas.

Con la salida del Reino Unido de la Unión Europea, los británicos no se dejaron encapsular por un nuevo bloqueo continental neonapoleónico. Buscaron en el baúl de la historia; el mapa que los llevaría al futuro, y lo encontraron junto a un viejo bumerán, un palo de hockey y un kiwi disecado. La respuesta yacía en el rincón de la nostalgia, y siempre había estado allí, a pesar de la indiferencia de sucesivos gobiernos que priorizaron lazos económicos en detrimento de los vínculos históricos y culturales. «El sentimentalismo no pone comida en la mesa», dijeron los pragmáticos de turno. Aparentemente, los súbditos de la reina ya no creen en ese discurso.

Y, con cierta razón, dudan los británicos. El simple hecho de que alguien sea nuestro vecino no es justificación suficiente para entregarle todas las llaves de nuestra casa. La familia, por otro lado, siempre será la familia, incluso aún cuando hace décadas que no vivimos juntos bajo un mismo techo. Y esa parece ser la debilidad de la Unión Europea. Vecinos con la misma coloración epitelial (pero con poca o ninguna afinidad histórica) decidieron abrir una cuenta conjunta, engañados por una vaga promesa de libertad y abundancia.

De este modo, al enfrentarse al bloque europeo, la primera ministra del Reino Unido, Theresa May, ya tenía otra carta en la manga o, mejor dicho, una sigla de gran atractivo entre los nativos del archipiélago. «¡CANZUK!» fue el grito de guerra que reverberó en los medios anglófonos al principio de la ruptura, en una clara alusión a Canadá; Australia; Nueva Zelanda, y al propio Reino Unido.

Diseñado como una alternativa cultural, política y económica a la antigua Comunidad Económica Europea, el CANZUK debe proporcionar, cuando esté efectivamente implementado, el aumento del comercio; cooperación en política exterior; cooperación militar, y movilidad de los ciudadanos entre los cuatro Estados.

CANZUK sólo tiene una desventaja: sus países miembros están demasiado lejos unos de otros. La única excepción son Australia y Nueva Zelanda, separados por los «meros» dos mil kilómetros del mar de Tasmania.

Imaginemos, sin embargo, que el éxito (aunque inicial) del CANZUK inspirara iniciativas similares en esta parte del mundo, que habla portugués y español. Digamos, para efectos igualmente imaginativos, que ese CANZUK iberófono tuviera como embrión algún tipo de «Mercosur + 3»: además de los miembros del Mercado Común del Sur, se unirían España; Andorra, y Portugal, formando un mercado consumidor de más de 353 millones de habitantes. Hipotéticamente, esta unión aduanera podría, en los años siguientes, expandirse e incorporar a otras naciones latinoamericanas y africanas.

El nombre de ese corredor económico transatlantico no importa. Me ha parecido apropiado llamarlo (en esta crónica, por lo menos), «Atlantiberia». La «Iberia atlántica»; «Euriberoamérica», o cualquier otra denominación similar podría ser adoptada en el futuro… El nombre, por ahora, no viene al caso.

Lo más importante es no ignorar el flujo de inmigrantes que hasta hoy circula entre la península y América del Sur (en ambos sentidos), y que los ciudadanos de los cuatro países del Mercosur ya gozan de exención de visados en Portugal y España (para estancias de hasta 90 días).

También sería útil recordar, la siempre creciente lista de empresas portuguesas y españolas que se establecen en los países del Mercosur, y la popularidad por estos lados de las series y películas españolas, de las que los brasileños y argentinos son asiduos espectadores.

Muy similar a lo que podría ocurrir en el panorama iberófono, el cuarteto CANZUK siempre ha sido visto como una evolución obvia (y, en cierto modo, inevitable), de conexiones históricas y culturales entre el Reino Unido y sus antiguas posesiones ultramarinas; vínculos mucho más fuertes que los existentes entre los miembros de la Unión Europea.

Después de todo, ¿cómo podríamos tratar el alejamiento de los británicos de la vecindad europea como un incidente aislado? Recientes inestabilidades internas en Francia, debido a choques religiosos; el riesgo inminente de recesión en Alemania (la locomotora de la UE), o la oposición de Polonia y Hungría a la propuesta de Bruselas de vincular el acceso a los fondos del bloque al respeto de los principios compartidos (como la independencia del poder judicial)… Todo esto es un fuerte indicio de un probable derrumbe del bloque en los próximos años.

No estamos aquí, evidentemente, como ave de mal agüero, a la espera de un colapso del euro o de las instituciones comunitarias. La Unión Europea, a duras penas, viene sirviendo a muchos ciudadanos españoles y portugueses que viven y trabajan en los países del norte del continente. Y, por otro lado, el Mercosur no está pasando por su fase áurea.

Reconocemos que el Banco Central Europeo está haciendo su parte. Los rendimientos de los valores están en niveles récord; la deuda pública de España y Portugal puede entrar pronto en el club sub-cero. La presidenta del BCE, Cristine Lagarde, está dispuesta a ampliar el plan de compra de activos del BCE de 1,35 billones de euros (1,6 billones de dólares), y a ofrecer préstamos más generosos a los bancos para garantizar que sigan prestando crédito a la economía real. Sin embargo, hay límites a lo que se puede lograr. Reducir los costes de financiación para los gobiernos, las empresas y los hogares es una buena idea, pero esta medida por sí sola no estimulará la inversión ni garantizará que el dinero se gaste correctamente.

Los límites de la política monetaria se han puesto de manifiesto. El mayor fracaso político se refiere al fondo «Próxima Generación de la Unión Europea», el intento de respuesta fiscal de Europa a la pandemia. Hungría y Polonia están amenazando con vetar el presupuesto plurianual debido a la vinculación de los pagos al cumplimiento del Estado de Derecho. Es probable que Varsovia y Budapest rectifiquen, ya que un veto les privaría de ayuda financiera en un momento de gran angustia. Sin embargo, estas tensiones revelan las dificultades para preparar una respuesta fiscal conjunta de la UE.

El optimismo de corta duración del verano, cuando el primer brote retrocedió, dio a Europa la ilusión de haber administrado la pandemia y el choque económico con tanta competencia como Asia, y mejor que Estados Unidos. La segunda ola ha mostrado que los europeos estaban equivocados. El final de la crisis sanitaria parece tentadoramente cercano, pero todavía no ha llegado. Peor aún, una vacuna no cura el daño a largo plazo a la economía.

Ante un escenario tan aterrador, gran parte de los españoles (y, en menor escala, también los portugueses) parecen haber sido empujados a una de las siguientes actitudes.

Existen los catastrofistas, que argumentan que su país nunca volverá a crecer o a desempeñar ningún papel importante en el mundo, siendo mejor emigrar a tierras lejanas; los nostálgicos, que ven a España por el retrovisor, como una gran potencia colonial, y los negacionistas, que se niegan a aceptar que España debe adaptarse a un contexto global cambiante, porque al final «siempre ha sido así, no importa qué político elijamos todo seguirá igual, y para ser sincero, sólo recuerdo que España existe cuando la selección nacional entra en el campo». Todas estas posiciones se caracterizan por un exceso de emoción y déficit de estrategia, y ninguna tiene respuestas a las principales preguntas que su Gobierno debe responder ahora.

La solución que atendería a las necesidades reales de los tres grupos sería algo así como la «Atlantiberia», descrita al principio de este artículo: una unión entre Mercosur; Portugal; España, y Andorra (y quizá hasta Cabo Verde, como un puente entre los dos grupos).

En esa unión habría una libertad controlada del movimiento de los ciudadanos, con ciertas restricciones de salud y seguridad en vigor si las personas desearan viajar o trabajar entre los Estados miembros. A alguien con un historial criminal grave no le sería posible, por ejemplo. También debería haber un reconocimiento mutuo de títulos académicos y registros profesionales.

Por otra parte, cualquier esfuerzo por desarrollar un parlamento supranacional, un sistema judicial o una moneda común se aplazaría hasta que se realizara un estudio serio de impacto a largo plazo.

Hasta entonces, las instituciones comunitarias en Bruselas deben redescubrir cuanto antes sus verdaderas prioridades. Si no lo hacen, el «Brexit» podrá replicarse en el sur y el este de Europa, generando media docena de CANZUKS, con un efecto dominó.

Dicen que hay cosas malas. Y la pandemia de la covid ha servido, entre otras cosas, para desenmascarar una crisis de confianza que, desde hace tiempo, aflige a los miembros de la Unión Europea. Un frágil condominio levantado sobre una bomba de relojería, que los británicos, sabiamente, han abandonado a tiempo.

Aun así, las naciones iberófonas (tanto las de la península como las del «Nuevo Mundo») parecen dormir un sueño profundo en medio de una nueva realidad completamente distinta de la vivida en el mundo pre-covid. El ejemplo británico, tan audaz como loable, puede y debe provocar una reflexión en los gobiernos y en la sociedad civil de nuestra familia hispano-lusa.

Sepamos ver en el Atlántico, no sólo un puente para nuevas oportunidades económicas; sino, sobre todo, una ventana que nos permita una próspera convivencia y aprendizaje con nuestros gemelos de ultramar.

Danilo Arantes

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