Allá por los ochenta en una conversación en el café A Brasileira, en el Chiado lisboeta, le pregunté a un antiguo ministro de la revolución de los claveles, hombre culto, por un tema que entonces me traía de cabeza, al igual que ahora: la inexistencia del exotismo en los países ibéricos. Yo estaba finalizando la tesis doctoral sobre el exotismo en las vanguardias artísticas, y me llamaba poderosamente la atención que ni en Lisboa ni al Madrid existiesen, como concreción de esa invocada atracción exotista, museos parecidos a los que había en París, Roma o Viena consagrados a las “culturas primitivas”. Cierto que el Museo de América, de Madrid puede figurar entre los mejores de su género. Pero, cierto igualmente lo es que nunca al nivel acumulativo del Museo del Hombre, del antiguo de las Colonias, de París, de la sección etnográfica de los museos vaticanos o del museo etnográfico de Viena. Se sobreentiende que por “culturas primitivas” concebimos a todas aquellas que de una manera u otra respondíen al proceso de colonización y apropiación eurooccidentales. Incluso izquierdistas como André Breton y Pablo Picasso habían buscado con ahínco en los marches aux puces, mercadillos de antigüedades y detritus burgueses que aún sobreviven exitosamente en las antiguas entradas norteñas de la ciudad de París, estatuillas y máscaras africanas y oceánicas, que adquirían con afán del coleccionista que conoce la capacidad de evocación y transformación del arte. Siendo de impulso aristocrático-burgués el exotismo había alcanzado a todas las capas sociales de las grandes urbes, principiando por París.
La contestación de aquel político revolucionario, maestro en lides agrícolas, sobre todo en la entonces en marcha reforma agraria del Alentejo, y que imagino, como todo joven de su época, habría tenido que hacer el servicio militar en las colonias africanas, fue tajante: “Nosotros llevamos la aventura colonial en nuestros cuerpos y mentes; no hemos necesitado acumular objetos”. Aquella contestación quedó marcada a fuego en mi memoria. Cuando tuve conocimiento de las cartas de guerra de António Lobo Antunes, basadas en su experiencia existencial en África, registradas cinematográficamente por Ivo Ferreira, en 2016, volví a recordar esa dimensión profundamente psicoanalítica de los modos de colonización. La particular versión del corazón de las tinieblas ibérico, en clave más bien temperada.
Francia, experta conocedora de la psicología colonial y de sus utilidades, le proporcionaba un punto de fuga a la experimentación psicoanalítica. Por esto desplazó al mundo colonial a figuras de la psicología como Gaëtan de Clérambault, Jacques Lacan, Octave Mannoni o Frantz Fanon, entre otros. Esta suerte de psicología de lo colonial concernía a los trastornos melancólicos de autóctonos y de colonizadores. Michel Leiris le llamó a ese proceso fantasmagórico L’Afrique fantôme, ya que a través de su participación en la expedición Dakar-Yibuti (1931-33) pudo hacer una inmersión en el profundo onirismo africano. Si bien, también es cierto que detrás de la expedición etnográfica iba un camión cogiendo lo que a su buen entender creían que iba a desaparecer. De hecho, eso era lo que esperaban los jerarcas parisinos que apadrinaban generosamente la expedición Dakar-Yibuti: que incrementasen las colecciones parisinas. En definitiva, la acumulación objetual, para suturar la melancolía metropolitana, fue muy grande. Hasta tal punto que cuando los actuales países africanos quieren ahora que les devuelvan lo robado o apropiado en aquel entonces, siempre miran a los museos franceses. Esto ha dado lugar a una encendida polémica en el país galo.
En las exposiciones universales de París de 1887 y 1900, y las coloniales de Marsella de 1906 y 1922 y de París de 1931, se llegó al momento de debatir cuáles eran los mejores métodos de colonización. La gran disputa era entre el “gobierno indirecto”, experimentado en la India por el imperio británico, enviando un pequeño número de colonizadores que pactaban con los marajás una alianza comercial y un reconocimiento político a cambio de dejarlos con todas sus atribuciones en el poder, y el método de la asimilación, encabezado por los franceses, que querían extender los valores de la República universalmente, y por ende obligar a los autóctonos a convertirse en ciudadanos que reconociesen la grandeza de la misión civilizatoria de Francia.
Frente a estas teorías portugueses y españoles se mantuvieron en silencio o acaso esgrimiendo pobremente, y sin efecto alguno, sus antiguos modos de colonización, inferidos del siglo XVI. Estos las más de las veces eran variaciones de los métodos de misión, bajo el modo católico. Las consideraciones del humanismo teológico sobre la condición de los autóctonos, y el mestizaje provocado por el colonialismo amoroso, que decía Ángel Ganivet, estuvieron encima de la mesa sin lograr grandes adhesiones. Iberia, anticuada, se replegaba sobre sí misma. Mientras, España era incapaz, por errores derivados de la arrogancia, de conservar los lazos con su antiguo imperio, perdiéndolo a finales del XIX, y aunque Portugal lo mantendría ochenta años más, lo haría sin plantearse ninguna innovación, paralizada.
Un modo de colonización que el precitado Ganivet, pensador de mucha proyección hacia Brasil y Portugal, plasmó en su obra “La conquista del Reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid” (1897), en la que intenta hacer valer las virtudes del héroe español, ibérico habría que subrayar, frente a los colonialismos utilitarios del siglo XIX, en particular el brutal de Leopoldo de Bélgica en el Congo.
Volviendo a la conversación con aquel político luso no puedo por menos recordar que cuando se aborda el colonialismo y poscolonialismo el parteaguas dominante/ dominado debe incluir en el debate los modos preexistentes de colonización, y traer a colación, para bien y para mal, las singularidades del contacto cultural. La peculiaridad de los países ibéricos en ese procedimiento, tanto por el lado del ideal misional como por del contacto cuerpo a cuerpo, es obvia. Una peculiaridad llena de agonismo que reflejó la obra cinematográfica de Werner Herzog sobre el Brasil y el proceso colonial, tanto en “Aguirre, la cólera de Dios”, como en “Fitzcarraldo” o “Cobra verde”. Singularidad heroica de lo colonial que nos exime al menos de unos de los mecanismos más perversos de la colonialidad: el exotismo.
José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos