La semilla transversal del iberismo

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Una de las virtudes del iberismo, que lo hace singular frente a otras corrientes de pensamiento y sentimientos identitarios, es su carácter transversal a todas las ideologías de izquierda o de derecha, de tendencia territorial centrípeta o centrífuga. La fuerza del iberismo está en su profundidad, en su base histórico-antropológica, mucho más antigua que la invención de los nacionalismos regionalistas o de Estado.

Dicho esto, tampoco se puede deducir que el iberismo es algo ajeno al nacionalismo, porque también lo fue en términos ibéricos en su primera generación, y posteriormente fue mutando a un marco mental común de movimientos federalistas y regionalistas.

Iberia como denominador geográfico y cultural común es, de entrada, algo positivo. Entre los separatistas culturales que no aceptan esta realidad abundan nacionalismos de todo pelaje, incluido el español.

Actualmente el iberismo predominante es abiertamente contrario al independentismo. Sin embargo, conviene evaluar si la verbalización del iberismo por parte de algún sector del independentismo deriva de un cinismo instrumental o, por el contrario, hay un genuino sentimiento iberista de fondo.

Hay que decir que, en el último lustro, las referencias que hay desde el independentismo al iberismo son mayoritariamente negativas. Lo ven como algo peligroso, un “viejo truco” de los “nacionalistas españoles” (Ferran Sáez Mateu). También existen visiones intermedias como la de filólogo Albert Pla Nualart, que afirma que “lo que une al catalán y al vasco no es lo español, sino lo ibérico”. Como minoría, encontramos la visión del iberista Joan Tardá – con amplia experiencia política en Madrid y grandes amistades en toda España – que se plasmó en el programa electoral de ERC a las elecciones generales de 2016: “des de Catalunya no podem descartar l’iberisme com a reivindicació cultural, geopolítica i econòmica que cohesiona tots els pobles i estats (presents i futurs) de la península ibèrica, conformant una gran regió europea com pot ésser l’escandinava, en què la solidaritat, la cooperació, la proximitat cultural i la voluntat de prosperitat presi-deixi unes relacions que han de ser excel·lents per al bé de tots els seus habitants”.

Este iberismo etapista de Joan Tardá, que consiste en primero separar para después unir, posterga la segunda parte sine die. Más allá de su voluntarismo, todo nuevo Estado independiente necesita producir nacionalismo para su supervivencia, además de convivir con los traumas colaterales de la separación, que inauguran una desconfianza mutua, un “vivir de espaldas”, como sabemos por Portugal. No obstante, tampoco debemos menospreciar el nivel de peligrosidad que el iberismo tiene para aquellos independentistas que lo asumen -y ellos lo saben-, por lo que supone de introducir una semilla de fraternidad y de ruptura de imaginarios etnocentristas. La semilla del iberismo es capaz de disolver los prejuicios que apuntalan la “desconexión” que justifica propuestas drásticas como es un divorcio territorial como si estuviéramos en un escenario de guerra con odios irreversibles.

En cuanto a la cuestión de la instrumentalización del iberismo para ganar apoyos a causas sectarias, cabe decir que su transversalidad supone una vacuna para esa deriva. El iberismo permite un debate y un diálogo que va al fondo de la cuestión, evitando filias y fobias artificiales, pero no debe de renunciar a un sentido pragmático. En el puzle peninsular, independientemente del nombre del “todo compartido” y las “partes del todo”, el resultado final de una convergencia no puede constituir una pérdida de fuerza geopolítica mundial de los Estados ibéricos. Y este debate, incluso su confusión adyacente, fue resuelta en 2016 con la Declaración de Lisboa, firmada por el Partido Ibérico Íber (español) y el Movimento Partido Ibérico (portugués), a través de la fórmula de la confederación de Estados Ibéricos, reconocidos por la ONU, es decir, entre Andorra, Portugal y España. El debate de reestructurar territorialmente España (en sentido de más unidad estatal, o de crear macrorregiones, o de descentralizar más), así como el debate monarquía-república, no deben interferir en los primeros pasos de articulación de instituciones en común entre los Estados ibéricos.

Esta propuesta (Declaración de Lisboa) no cuestiona sus soberanías, pero quiere ir más allá y más rápido que la propia integración europea, que -dicho sea de paso- ayudó mucho a ponernos de acuerdo. La Declaración de Lisboa es un tren con una primera estación a la vista y cada iberista puede tener como destino otras estaciones (utopías) posteriores, y su método no es otro que un iberismo del entendimiento (que hablaba Unamuno), basado en usar las ventajas desaprovechadas de una acción ibérica conjunta hacia dentro y hacia fuera.

Gracias a que España no tuvo una revolución burguesa a la francesa, con toda su radicalidad, y partiendo de que no hay mal que por bien no venga, hoy preservamos una gran diversidad cultural y lingüística regional, que debe ser celebrada, facilitada y ejercida. El problema es que, si el nacionalismo español de Estado no tuvo un éxito similar -en hegemonía- al de Portugal o Francia, tampoco tiene sentido que un nacionalismo de las regiones cuestione la nación cultural ibérica – de toda la Península, formada por el tronco común hispano-romano, con influencias sefardíes, visigodas y andalusíes-.

Por si no fuera poco debemos añadir dos malentendidos. El primero gira en torno al significado dual de España. Entre el significado de la antigua idea prenacional de España (Hispania/Hespanha/Españas como Península/Iberia) y la actual idea nacional de España, que es aquella que hemos heredado del Reino de Castilla y Aragón, después de todos los avatares del siglo XIX y XX, y se sustancia en la Constitución de 1978.

El otro malentendido es el de nuestro hermano luso. Portugal es una historia de éxito como nación política, que, sin embargo, cuando se enfrenta al espejo ibérico: se siente descolocada. Vive en una dicotomía. No sabe si identificarse con Cataluña, dos condados con prisas secesionistas, aliados contra Felipe IV, o si ponerse los galones de la dualidad estatal ibérica, representada en la firma del Tratado de Tordesillas. Lo más irónico de todo es que, para bien y para mal, Portugal representaría doblemente esas dos tendencias sociológicas ibéricas/hispánicas: la separatista y la unitaria. Portugal es la única nación ibérica uninacional y centralista, no sólo en términos político-constitucionales, sino también en sentimientos de arraigo medieval. Más allá de lo emocional, el Estado portugués sabe que la creación de un Estado catalán, como resultado de una nueva división de la Península, perjudicaría a todos y empequeñecería más a Portugal.

Desde luego, el iberismo tiene que suponer una tendencia para desactivar el lugar común entre los nacionalismos periféricos, también el portugués, de usar a “España” como saco de boxeo y fuente de identidad por antagonismo. El iberismo necesariamente tiene que producir una cultura de la intercomprensión. Asimismo, el iberismo puede ayudar a la izquierda española a superar tres limitaciones que tiene: 1) a encontrar un marco que sujete su internacionalismo, 2) a superar cierto complejo de inferioridad y 3) a recuperar referentes políticos liberales y federalistas anteriores a los años treinta.

Tras siglos de civilizaciones que pasaron por esta Península, hemos heredados una Iberia, una nación cultural pluriestatal y plurirregional con todas sus contradicciones y riquezas. Y por respeto a ese patrimonio, sería importante que hubiera más debates entre diferentes corrientes de iberismo.

 

Pablo González Velasco es coordinador general de EL TRAPEZIO y doctorando en antropología iberoamericana por la Universidad de Salamanca

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