Reseña de “Américo Castro y la Historia de España” de González Alcantud

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“Faltan catedráticos dispuestos a hacer una exposición crítica de la obra de Américo Castro”, decían en 1987 José Jesús de Bustos y Joseph H. Silverman. José Antonio González Alcantud es uno de esos pocos catedráticos que se han tomado en serio asumir esa titánica tarea, que incluye el dominio del medievo y el barroco español, así como de los siglos XIX y XX, donde se insertó la historiología y el desengaño vital y político de Castro (p.186,63), en el contexto del regeneracionismo, el positivismo y el sorprendente injerto del krausismo en tierras hispánicas. Alcantud era y es el único intelectual y académico capaz de simultáneamente rescatar y criticar a Américo Castro desde una antropología histórica actualizada a nuestros tiempos.

Para escribir Américo Castro y la Historia de España (Almuzara, 2024), Alcantud ha tenido la ventaja de haber tratado personalmente a algunos de los discípulos del filólogo-historiador de Granada (Villanueva, Goytisolo, Urgoiti y Stoll). La primera generación de la escuela castrí, hoy ya prácticamente todos fallecidos, nace como una gran familia entre sus alumnos en Estados Unidos, posteriormente convertidos en reputados profesores. Castro y este núcleo castrí dejarán una estela de seguidores o simpatizantes en el interior de la España tardofranquista y de la Transición, en los campos de la filología, la literatura y algo en historiografía, que llegará hasta nuestros días en los entornos de la antropología y la islamología de los profesores González Alcantud y González Ferrín, así como un puñado de profesores e intelectuales dispersos, que han participado en diversas iniciativas por los 50 años de su fallecimiento, entre los que citaré a José Antonio Pérez Tapias, Eloy Gómez Pellón, Luis Girón Negrón y Juan Carlos Conde López. Próximamente la editorial de la Universidad de Granada publicará un libro colectivo recogiendo varias contribuciones.

Además de animar a escribir críticamente, Bustos y Silverman sugerían en 1987 la creación de un Instituto Américo Castro, algo que sigue teniendo vigencia. En ese sentido, el nuevo libro de Alcantud y el impulso social granadino en recuperar la memoria de Castro, sin duda, ayudarán a fortalecer una línea de investigación crítica castrí, en expresión de Alcantud (p.223), o, incluso, una informal escuela crítica castrí, término que intuyo va en homenaje a una onomástica arabizada y una forma de evitar la asociación con otro castrismo, el cubano.

A Américo Castro en tanto que académico se le podía exigir algo más, sostiene Alcantud. Como hombre de ciencia, tenía la obligación de estar al tanto de los avances en las ciencias sociales de su tiempo y en los países donde vivió (p.120,141,327-330,352), precisamente para fundamentar y demostrar mejor sus hipótesis, que -en líneas generales y parte de ellas- continúan en gran medida válidas. Siendo esto cierto, podemos ser generosos en términos estrictamente de tamaño intelectual: Américo Castro fue un gigante sin matices, al que sólo podemos darle las gracias por abrir paso -entre la desorientación- a un fértil camino para la interpretación de la historia de España y la españolidad. Algunas de sus carencias fueron compensadas en parte por su intuición y erudición, pero eso no es una moneda de curso legal en el mundo académico, aunque le llevara a una privilegiada inmersión en la mentalidad barroca literaria. Le preocupaba más el entender que el aumentar el caudal de saberes. No obstante, su presente y su vividura le condicionó como es natural.

Las críticas de Eugenio Asensio fueron muy ácidas y casi tan certeras como las de Francisco Ayala, pero, sin embargo, para desespero de sus críticos, Américo Castro seguía acertando en un alto porcentaje de sus intuitivas hipótesis.

Castro no era ni es un buen ejemplo metodológico para un alumno de universidad, especialmente -como apunta Alcantud- cuando carece de una visión antropológica de los mitos y de otros instrumentales de las ciencias sociales, pero tampoco era un falso profeta del pasado. No era un problema de ethos, sino de método. Fue pionero, pero incompleto, afirma el autor del libro.

EL CONTRASTE CON ALBORNOZ

Don Américo intentó explicar por qué mediaba un milenio entre las palabras de “España” y “español”. Frente al eterno homo hispanus de Albornoz, Castro creó otro punto de origen español más reciente a través de un homo mudéjar no explicitado como tal (p.332) ¿Es razonable? ¿De qué tipo de españolidad antropológica estamos hablando antes de que las revoluciones liberales nacionalizaran a las masas?

Carroll B. Johnson afirmó que “Albornoz es el historiador de lo consciente. Castro en cambio es el historiador de lo reprimido, del inconsciente, que como apunta Lacan, no se busca en las grandes masas documentales, sino en lo que no está a la vista, en el detalle aparentemente insignificante -y pienso en las inscripciones de la tumba de Fernando III-, en las anomalías -y pienso en aquellos campesinos de Lope que tienen más honra que los nobles-, en los sinsentidos aparentes -y pienso en un elogio aparatoso del tocino donde no hace falta-, en fin, en las costuras mal hechas entre las grandes masas documentales, que dejan entrever la presencia de algo escondido, de un capítulo -el más importante- censurado por indigno, por vergonzoso, por amenazante. Sánchez Albornoz es como un analista que escucha con sus dos oídos y capta lo que el paciente dice. Castro es como el analista que escucha, en la bella expresión de Otto Rank, con el tercer oído, atento precisamente a lo que el paciente deja de decir, a lo que, sin embargo, está presente en alguna que otra fase aislada, alguna que otra golondrina que si hace verano”.

Albornoz acusó a Castro de haberle robado la idea de la importancia decisiva de los contactos pugnaces y pacíficos entre España y el islam, y le critica los errores de su método histórico. En el debate de fondo está quién asimila más a quien: el dominado (hispanorromano) al dominador/predominante (semita) o viceversa. En lo personal, la enemistad Albornoz-Castro nace tras una primigenia buena relación, quizá no exenta de competitividad entre ambos. Albornoz llegó a decir que Castro ha sido “el más sutil, el más audaz, el más ingenioso, el más original y el último de cuantos se han asomado a los horizontes del pasado de España”. A favor de la teoría de Castro está la singularidad del medievo español que no obedecía a una jerarquía rígida del feudalismo (p.91), porque existían no pocos canales y no poca movilidad intercastiza e interclasista.

GALOFOBIA GEOPOLÍTICA

El siglo XIX fue un largo siglo demasiado francés. “Portugal es un país traducido del francés a la jerga”, decía Eça de Queirós. El hispanismo de Gilberto Freyre, entre otros motivos, es una reacción a los excesos de afrancesamiento en Iberoamérica. La galofobia de Castro puede ser consecuencia de una decisión geopolítica deliberada. Todo país tiene que escoger su mix de influencias académicas y políticas, condicionado obviamente por necesidades y coyunturas.

Sé que a Castro no le gustaba el término influencia, y le gustaría aún menos que citase a Braudel, pero lo voy a hacer siguiendo a Edmund L. King. Braudel afirma que “la señal de una civilización vital es que sea capaz de exportarse a sí misma, de llevar su cultura a lugares lejanos”. “Una civilización tiene que ser capaz no sólo de dar sino también de recibir y tomar prestado… Pero una gran civilización se reconoce también por su resistencia al préstamo, a ciertas alianzas, por su selección rigurosa entre las influencias extranjeras que se le ofrecen”.

En 1942 Américo Castro decía que “es absurdo pretender continuar la vida francesa, rota y hecha polvo por los franceses (antes que por Alemania), y que lo importante sería explicar la crisis de la civilización europea y particularmente la de Francia”. Castro afirma que “he tratado de hacer compatible mi posición frente a la civilización hispana con mi simpatía por lo francés. Si hay entre los franceses quienes piensen que nos toman como medios para el camelo de l’Amérique Latine, peor para ellos”.

La galofobia es un Pirineo intelectual para pensarnos peninsularmente y evitar caer en el barrizal del positivismo. No obstante, Américo Castro podía haber utilizado y sometido a critica su trabajo con autores franceses de ciencias sociales (incluyendo algunos elementos del psicoanálisis). Al no hacerlo, desaprovechó una oportunidad para fortalecer académicamente sus tesis y evitar acercarse peligrosamente a un determinismo de nuevo cuño.

Cuando Castro escribe el prólogo de España en su Historia en abril de 1946 todavía están en marcha los Juicios de Núremberg. Según Amorós: “Se había alejado ya de su antiguo afán por demostrar que el reloj español había ido sincronizando, siempre, con el de la civilización europea. (…). Ahora partía de aceptar, para bien y para mal, nuestra peculiaridad histórica”. En su vida intelectual tuvo dos etapas, pero como es natural la segunda se va gestando en la primera y explota y se impone a la primera etapa por la Guerra Civil y su reencuentro con las Américas. El inicio de su gestación puede identificarse en el estudio del Marruecos sefardí, donde se dio cuenta de su visión excesivamente occidentalista.

“La vida española fue una dramática partida jugada entre África y Europa”, llegando al “desgarro”, afirma don Américo. Edmund L. King considera que “Castro, el español más europeizado y europeizante que yo he conocido, jamás quería decir que España no era un país europeo, sino explicar las razones históricas de su incertidumbre sobre su condición”.

Que España estuviera influenciada por Francia, Inglaterra o Alemania en sí mismo no es malo, si hay margen suficiente de maniobra para pensarnos desde la triangulación de Europa, África y América, o desde el equilibrio mediterráneo/atlántico. El problema está en la influencia asfixiante o de mala calidad. Esa dependencia suele tener consecuencias geopolíticas salvo que se esté convencido de la convergencia de intereses en torno de una alianza justa y fértil para las partes. Es natural que los intelectuales españoles miraran a la filosofía alemana -y sus reflexiones en torno a la vida- en compensación a los excesos de afrancesamiento. La dependencia con el idealismo alemán generó otros problemas que Alcantud aborda en su libro.

¿CONTRARREFORMA CULPABLE?

Los términos contrarreforma e ideal tridentino, asociados al rico barroco ibérico cultural, nos impiden apreciar los ingredientes que compusieron esa mezcla forzosa, aparentemente unificada, con fines homogeneizadores, pero con intersticios por donde se colaban realidades plurales, excepciones, heterodoxias como apunta Ángel Espina, así como complicidades en todas las clases sociales y retornos más o menos clandestinos. Sobre ello reflexioné en un artículo-manifiesto sobre el neobarroco.

Me vienen a la mente unas preguntas para dar continuidad a esa línea de investigación barroco-castrí: ¿No hay en el barroco ibérico algo de la realidad intercastiza? ¿El barroco hispánico no tiene que ver con el drama, la trama y el arte de los judeoconversos que buscaban reconocimiento y protección a través de obras excelsas en el Siglo de Oro? ¿No es el producto histórico de un arte generado por múltiples experiencias? ¿Qué relación tiene el plateresco y el manuelino con el mudejarismo, el manierismo y el barroco? ¿Granada es un caso especial? ¿Es -de verdad- el barroco incompatible con el mudéjar? ¿No hay elementos comunes entre el barroco ibérico y el latinoamericano a pesar de sus diferencias? En ambos casos, a los ojos de un historiador mexicano de arte, como Francisco de la Maza en sus Cartas barrocas desde Castilla y Andalucía, no parece que vea incompatibilidades. El barroco -desde una historia institucional- parece inmanejable, pero -desde una historia antropológica- puede ser un manantial inagotable. El debate continúa.

Una interesante convergencia castrí-alcantudí es la visión del barroco peninsular como problema (p.361-370), sin que ello les impida valorar positivamente su transculturación en Iberoamérica. Es de agradecer que Alcantud aporte valientemente su grano de arena a un debate poscolonial tan enconado en la academia tras la tierra quemada que ha dejado a su paso el decolonialismo.

Américo Castro reconocía que “no fueron, por tanto, Felipe II y la Contrarreforma quienes comenzaron a hacer difícil la comunicación intelectual entre España y el extranjero”. El problema no es la contrarreforma ni la infraeuropeización (p.62), sino la falta de reconocimiento histórico de los hispanohebreos e hispanomusulmanes. Una historia de convivencias con naturales conflictos en su seno, pero también una historia de desconvivencias olvidadas o mal explicadas. Castro nunca hará una asociación de la España de la Inquisición con la Alemania Nazi, a la que conoció personalmente siendo embajador de España. Y cuando se le pasaba momentáneamente el fecundo amargor del exilio (p.76), sentía el “encanto y gozo” de lo que “España ha sido y sigue siendo en ella y en sus antiguas indias”. Un imperio de belleza. En su voluntad, por tanto, no estaba ser pesimista, ni determinista; tampoco anticastellano.

Sobre el debate de la ciencia en España, considero que hay un cierto mecanicismo que curiosamente coincide con las teorías más politizadas del subdesarrollo frente al capitalismo central. El mundo ibérico perdió la vanguardia de la ciencia con la derrota de la primera modernidad iberobarroca, pero tampoco lo sumió en una posición anticientífica. Un desarrollo científico más lento o limitado no es una congelación o un retroceso en el desarrollo.

PERSONAJE MALDITO

El silencio al que se ve sometida la obra de Castro puede explicarse por ser “conflictiva” para ser citada por académicos y políticos, tanto de la izquierda como de la derecha. Siempre fue tentador asociar exclusivamente a la “casta franquista” de los problemas históricos de convivencia, pero los problemas vienen de siglos atrás y afectan también a la izquierda y su memoria histórica selectiva, que es su particular tradicionalismo. Desde la perspectiva de Camilo José Cela, el olvido de Castro es el resultado de una combinación: la timidez de sus defensores y la denostación con saña de sus enemigos.

El pensamiento de Castro nos ayuda a romper la tenaza (o pinza) de la coalición (de extremos) de la hispanofobia y la maurofobia. La escuela crítica castrí nos conduce por la senda saludable del tándem maurofilia-hispanofilia, virtuosas siempre que sean de forma moderada y proporcionalmente autocríticas. Una visión que rompe tanto con el pensamiento hemipléjico izquierda-derecha, sin desdeñar su importancia, como con el pensamiento masoquista de aquellos sujetos incapaces de ver cosas positivas en el pasado o en el presente.

Al fin y al cabo, tenemos el reto de explicar por qué las llamadas Reconquista y la Conquista mantuvieron unos importantes niveles de permeabilidad de trazos culturales del converso, del amerindio y del negro. Una de las preguntas a responder es por qué las clases dominadas influyeron culturalmente en las dominantes. La verdad está encerrada en las paradojas, como decía Gilberto Freyre y tantos otros autores. Ya que menciono al maestro de Apipucos, diré que él sí que estudió y aplicó las ciencias sociales. Freyre contará que “quando, em 1938, falei ao meu velho professor da Universidade Columbia, o grande Franz Boas, sobre as ideias que tinha a esse respeito, ele me disse que as mesmas poderiam servir de base à nova compreensão e mesmo interpretação da situação brasileira; e que eu devia continuar minhas pesquisas relativas à conexão existente entre a cultura portuguesa e a moura –ou maometana– particularmente entre seus sistemas de escravidão. Argumentou ainda que os maometanos, árabes e mouros, durante muitos séculos, haviam sido superiores aos europeus e cristãos em seus métodos de assimilação de culturas africanas à sua civilização”.

Castro felicitará a Freyre por el libro Nordeste por su “sociología viva, llena de reflejos literarios que la hacen grata, jugosa como la caña que tan bien estudia”. También leerá por lo menos Casa-Grande&Senzala y un texto sobre hispanotropicología de un discípulo de Freyre. Personalmente sí que los asocio a la misma causa y al mismo papel de exorcizar las historias nacionales, además de exprimir al máximo la literatura al servicio de la historia y de su paralelismo de la visión trifactorial e intercultural de las castas hispánicas y etnias protobrasileiras. Si Freyre fue un militante contra el racismo científico, Castro tampoco cayó en sus garras. Eso sí, los dos se abonaron a la “polémica” para garantizarse su eternidad.

Aun siendo complementarias, una cosa es la historia institucional, de la que Albornoz hace una contribución que merece una importante depuración, y otra es la historia antropológica de Américo Castro, de la que merece una leve depuración. Ambos iberistas, el primero político, el segundo metodológico en su segunda etapa. Mi cruzada por dar a conocer a Américo Castro en Portugal y Brasil ya está teniendo sus frutos. Sé de varios profesores lusófonos que van a comprar el libro del profesor Alcantud.

Castro construye una historia íntima, en la sombra, reflejo de la hipocresía y de las supervivencias de las partes, con un doble criterio: ni patriotismo, ni amargura; simplemente sumergirse en la historia, recomendaba don Américo, aceptando la plenitud de lo dado, con su grandeza y su miseria. Más de uno dirá que todavía le quedaba un poso de amargura y de patriotismo en el texto de Castro a pesar de su autocontención confesa. Una amargura que no sólo tenía motivaciones políticas (p.202).

En resumen, aunque Castro no se sirviera de las ciencias sociales, éstas sí que pueden servirse de Castro para proseguir sus investigaciones con métodos de consenso académico. Y, desde luego, para el español, ibérico o iberoamericano de a pie, y para quien le interese la historia y la geopolítica, la lectura del libro de Alcantud y la obra de Américo Castro le servirán para conocerse, ubicarse y orientarse mejor. Mirar al pasado es bueno si se hace con amplitud y naturalidad. De esa forma será más fácil reconciliarse críticamente con (y en) España, e identificar con más nitidez las experiencias comunes vividas en la península ibérica.

 

Pablo González Velasco

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